viernes, 29 de julio de 2011

Yo era del monte y soñaba espuma.

Con el paso del tiempo uno aprende -debe aprender- a decir lo que piensa y a contradecir aquello que no aprueba sin miedo al ridículo. Cuando uno madura, aseguran, sabe apreciar lo realmente bueno y no le disgusta dejar por el camino el lastre que supone a veces el pasado. Además, toda su juventud se le antoja inmejorable en una sucesión de perfectas escenas cuidadosamente enlazadas que parecen haber suplido sin problemas cualquier contratiempo. Incluso se maneja sin aparente contrariedad entre un sinfín de trámites: facturas, licencias, registros, nóminas, recibos, seguros, gasolina, averías, lavadoras, carreteras, supermercados y peajes. Dicen que, al hacerse uno mayor, sólo piensa en esa especie de exilio postmoderno que es la jubilación pero que, en cada cumpleaños, simula decrecer y el curso de su mentira le va llevando cuidadosamente hasta la edad del primer cigarrillo. Cuando uno crece, la  flácida barriga se vuelve dura como un balón -en efecto, está llena de aire- y hay que dar a entender que estamos poniéndole remedio; añorando siempre, en el tono más nostálgico posible, el envidiable físico de nuestra juventud. Ése que, durante su supuesta existencia, vivió a la sombra de la errónea vergüenza del dueño. Ahora, al ver a todos esos adultos y sobreadultos moviéndose con tanta soltura entre las apretadas cuerdas de lo normativo y haciéndonos creer que el mundo es un tugurio agradable donde no hay riesgo alguno para el que no se sale del papel, sabiendo también que los pocos que se atrevieron a correr hacia la extravagancia tuvieron que pagar un alto precio; sólo podemos esperar que no nos toque un guion muy complicado ni nos enamoremos de algún devoto de lo extraordinario.



Hoy como caliente, pago mis impuestos, tengo pasaporte
pero algunas veces pierdo el apetito y no puedo dormir.
Y sueño que viajo en uno de esos trenes que iban hacia el norte.
Cuando era más joven la vida era dura, distinta y feliz. 

Cuando era más joven - Joaquín Sabina

domingo, 3 de julio de 2011

No sé si firmar contrato con tu ausencia o tomar clases de amnesia

Pero entre aquellos escalofríos de un enero mal curado en la conciencia no acepté -quizá no quise hacerlo- que, efectivamente, hacer de equilibrista en tus rarezas, desnudarte las mías o pasear por la estación como si aquello no fuera un presagio catastrófico iba a quitarme el sueño en los créditos de aquella película que nos contamos en versión original antes de chocar contra el invierno. Y no, no puedo dormir la siesta o, al menos, no igual. Tampoco puedo ignorar aquella tarde en la que me decidí, no entre tú o nadie o yo o todos, sino entre esta presunta ficción y la necesidad de algún proyecto a corto plazo indispensable. O yo o nosotros. Y a veces me puede el egoísmo. Ahora, bien dices, desconociéndonos cuando asumo que indefectiblemente hemos abandonado la posibilidad de alguna que otra palabra a tiempo real, ni qué decir tiene que hace siglos olvidamos esa promesa que sólo tendría cabida si aquella tarde en la comisaría me hubiera atrevido, de verdad, a colgar tus pies de algún árbol del bosque de mi figura.


El corazón serio y frío,
 el pelo corto.


Hace siglos que quiero enviarte palomas de humo,
antes de que carcoma el invierno la culpa que asumo...

Resumiendo - Joaquín Sabina