Entre todo lo que he leído, que supone
una cifra ínfima al lado de mis expectativas y, sobre todo, una dosis
minúscula ante las puertas -siempre a las puertas- del porvenir;
colándose entre libros ya consagrados y otros que bien hubieran podido
venderse al peso y cerrarse para siempre, tengo un grupo privilegiado.
Privilegiado,
precisamente, porque ya no me pertenece: son colonia exclusiva de los
días que compartimos. Sólo en cada una de esa suerte de islas temporales
en las que habité tuvieron sentido sus páginas: no soy hoy la que
escuchó los primeros capítulos de Platero y yo, leídos con una pasión que no comprendí, allá por el 2002; como no reconozco ya a quien alucinaba con Roald Dahl y, poco después, leía Del amor y otros demonios. Igual que me parece mentira ser aquella chica enfrascada en El túnel o intentando desmenuzar los versos de Juan Luis Panero, que cayeron en
mis manos, para quedarse, de una forma que no acierto a recordar.
Y, sin embargo, cuando me atrevo a releer algunas de esas viejas palabras soy incapaz de
seguir el hilo de la historia; ni siquiera puedo contar las sílabas de
un verso sin que me asalten las sensaciones de aquella primera lectura,
obligándome a renunciar al texto y a dejarme llevar por ese camino que
no tiene tanto de nostálgico como de feliz.
Y aún hay, en medio de ese grupo privilegiado, un caso curioso. Comencé a leer con asiduidad el blog "Y al final... canciones tristes" (http://exiliateconmigo.blogspot.com.es/) poco después de que comenzara su andadura,
calculo que hace ya diez años. Como entonces mi contacto con Internet
era bastante limitado, iba guardando cada texto que regalaba su autor;
del que sólo sé, y me basta, que se llama Dani. Así, al cabo de un par
de años, tenía en el ordenador más de setenta, que podía leer y releer sin tener que encender el
router, esperar a que se iniciara la conexión y renunciar a recibir llamadas telefónicas mientras durara la aventura.
Luego, la actividad del blog decayó y no fue nunca tan prolífica como aquellos primeros meses. Con el tiempo, atrevida, yo también quise escribir en la red.
Hoy, apenas nacen tres o cuatro entradas por año en "Y al final... canciones tristes". Pero, cuando ocurre, y aunque he leído blogs que me han cautivado y cuya calidad superior no discuto, no puedo evitar una sensación casi de alivio. El alivio de la continuidad.
Como si el autor del poema que empecé hace una década siguiera, a la manera de Juan Marsé, corrigiéndolo, adaptándolo a quien soy este jueves treinta; a esa que se empeña en no tener nada que ver con la que hace años recitaba de memoria la entrada de un blog cualquiera:
Pocas veces, sin embargo, comprendo que te quiero todavía
y que no elijo más que la forma de rendirte
el póstumo homenaje del recuerdo
después de los balazos de la vida.