lunes, 10 de junio de 2013

En Comala comprendí.

Me resistía.
Yo creía en la resistencia, en una resistencia pacífica, casi piadosa, con la que sostenerme. Creía también en otras resistencias, pero ésta no es la historia de mis convencimientos. Es la de mis principios, la de mis finales y la de todo lo que recogí en el hondo foso que separaba ambos extremos; porque, como dice J. L. Panero, aquí tuve todo y no tuve nada.
Hoy no recojo los muchos trastos que atiborran mi habitación de dos por cuatro, pero intento poner orden. Hacía semanas que no me paraba a imaginarte, a pensaros, a olvidarme. Hacía meses que no se me erizaba la piel al repasar viejos papeles y colgar de la silla una bolsa para el contenedor azul. Ha sido un curso raro. Y yo tengo una inexcusable tendencia a amar lo excéntrico.
Cuando se enciendan las luces, cuando suene la canción de aquella película que al final no vimos, cuando amarilleen las fotos de un insólito comienzo; sé que no quedará ni la mitad de lo que me propuse. Supongo que es difícil sobrevivir al fin de fiesta, que a todos nos duele la resaca -y no en forma de jaqueca-, que para lo cómodo siempre hay aliados. Y que no son esos pseudo-incondicionales de los que quiero acordarme cuando me sobren distancias y se difuminen los límites entre lo que fue y lo que nunca ocurrió.
Que me basta con lo puesto porque, pese a todas las "pérdidas", tras alguna vulgar deserción y por encima de las renuncias voluntarias, me llevo mucho más de lo que traje.
Al fin y al cabo, no puedo firmar este epílogo con nostalgia y orgullo; pero sí con la satisfacción de quien se erige entre las ruinas y está dispuesto a volver a construir sin pasar por alto las reliquias del viejo edificio, de aquél que sabe que ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo, de ese personaje tan secundario como intrépido, que no sabe adónde va y, sin embargo, tiene claro adónde no va a ir.


La vida nos sujeta porque precisamente
no es como la esperábamos.
Gil de Biedma