jueves, 30 de enero de 2014

Ahora sí. Pueden alzarse las gentiles palabras -esas que ya no dicen cosas.

Entre todo lo que he leído, que supone una cifra ínfima al lado de mis expectativas y, sobre todo, una dosis minúscula ante las puertas -siempre a las puertas- del porvenir; colándose entre libros ya consagrados y otros que bien hubieran podido venderse al peso y cerrarse para siempre, tengo un grupo privilegiado.

Privilegiado, precisamente, porque ya no me pertenece: son colonia exclusiva de los días que compartimos. Sólo en cada una de esa suerte de islas temporales en las que habité tuvieron sentido sus páginas: no soy hoy la que escuchó los primeros capítulos de Platero y yo, leídos con una pasión que no comprendí, allá por el 2002; como no reconozco ya a quien alucinaba con Roald Dahl y, poco después, leía Del amor y otros demonios. Igual que me parece mentira ser aquella chica enfrascada en El túnel o intentando desmenuzar los versos de Juan Luis Panero, que cayeron en mis manos, para quedarse, de una forma que no acierto a recordar. 

Y, sin embargo, cuando me atrevo a releer algunas de esas viejas palabras soy incapaz de seguir el hilo de la historia; ni siquiera puedo contar las sílabas de un verso sin que me asalten las sensaciones de aquella primera lectura, obligándome a renunciar al texto y a dejarme llevar por ese camino que no tiene tanto de nostálgico como de feliz.

Y aún hay, en medio de ese grupo privilegiado, un caso curioso. Comencé a leer con asiduidad el blog "Y al final... canciones tristes" (http://exiliateconmigo.blogspot.com.es/) poco después de que comenzara su andadura, calculo que hace ya diez años. Como entonces mi contacto con Internet era bastante limitado, iba guardando cada texto que regalaba su autor; del que sólo sé, y me basta, que se llama Dani. Así, al cabo de un par de años, tenía en el ordenador más de setenta, que podía leer y releer sin tener que encender el router, esperar a que se iniciara la conexión y renunciar a recibir llamadas telefónicas mientras durara la aventura.
Luego, la actividad del blog decayó y no fue nunca tan prolífica como aquellos primeros meses. Con el tiempo, atrevida, yo también quise escribir en la red. 
Hoy, apenas nacen tres o cuatro entradas por año en "Y al final... canciones tristes". Pero, cuando ocurre, y aunque he leído blogs que me han cautivado y cuya calidad superior no discuto, no puedo evitar una sensación casi de alivio. El alivio de la continuidad
Como si el autor del poema que empecé hace una década siguiera, a la manera de Juan Marsé, corrigiéndolo, adaptándolo a quien soy este jueves treinta; a esa que se empeña en no tener nada que ver con la que hace años recitaba de memoria la entrada de un blog cualquiera:


Pocas veces, sin embargo, comprendo que te quiero todavía
y que no elijo más que la forma de rendirte
el póstumo homenaje del recuerdo
después de los balazos de la vida.