domingo, 16 de octubre de 2011

"Soy del color de tu porvenir", me dijo el hombre del traje gris.

Esta insidiosa frontera convenida nos recuerda, impía y desalmada, que somos sólo nosotros responsables de un sinfín de crónicos límites y limitaciones. Que este clan de traidores por el que nos movemos dejando pasar la vida tiene más deudas con la tierra que entre sí -y ya es difícil. Que, seguramente fruto de alguna ley divina y, por tanto, más que fiable; nos sabemos señores de todo cuanto podemos ver. Y, como intuición y agudeza sólo faltan si hablamos de altruismo; también nos sabemos dueños de todo aquello que no vimos, ni vemos ni, mucho me temo, tampoco vamos a ver. Nuestra escala de valores provocaría, cuando menos, dolor de estómago y un par de carcajadas a aquellos que, por obra y gracia de Mercator, viven más abajo. Y no sólo en los mapas. Porque el ser humano, ese conglomerado de sobresaliente genética y alta dosis de suerte, dejó paso a una nueva rama de la especie. Los que confiamos en poder comer hasta la saciedad y nos permitimos el lujo de castigar nuestra gula; los que conocemos lugares con los que nuestros abuelos siquiera soñaron; los que vivimos de prestado creyendo que aún nos deben algo; los que reivindicamos derechos sin hacer bien los deberes; los diferentes; todos los que, hipócritas, proclamamos estar al margen de esta mierda.



No habrá revolución, es el fin de la utopía
que viva la bisutería.
Y uno no sabe si reír o si llorar
viendo a Trotsky en Wall Street fumar la pipa de la paz.

El muro de Berlín - Joaquín Sabina