domingo, 9 de enero de 2011

A veces el infierno somos nosotros mismos, ¿no?

Nunca fui propensa al típico inventario findeañero, no porque de tanta repetición me parezca hasta insípido, que también; sino porque, entre tú y yo, no sé escribir por obligación, ni siquiera por auto-obligación, y de veras siento mucho no estar a la altura.

Pero sí, 2010 tuvo lo suyo, fue, digamos, un año curioso; sólo curioso. Podría hacer alarde de mi mala suerte, mis buenos amigos y mis mismos miedos, porque he aquí los tres pilares básicos de la recapitulación post (anni) mortem. Podría hacerlo pero tengo suficiente con echar la vista atrás todos los días, sin excepción, y saber que esta noche es distinta, que esta noche marca, duele, gusta, aprieta. Que esta noche, con doce meses menos y trece kilos más, nevó como no imaginábamos; tanto que la nieve colapsó las carreteras y congeló la parte de mí que se muestra a menudo incapaz de tomar decisiones. Y que, con medio cuerpo en coma, pensé Ahora o nunca y me lancé como en el primer chapuzón de verano. Comencé a deshacer y desordenar una vida que supo venderse bien, una de esas con fecha de caducidad, de esas que prometen y olvidan, disgustan y queman, abrasan, aniquilan todo vestigio de esperanza y resultan no ser más que la vida de otro. Pero cuando una se traga la vida de otro y le sienta mal al estómago, y el estómago es el cuerpo entero y eres, en definitiva, tú, hay que vomitar la vida aunque te corroa los dientes y te arañe la garganta. Hay que vomitar la vida y llevar una dieta blanda de arroz, pechuga, pescado cocido, manzanas sin piel y mucho líquido.

- Vale, ¿alguna indicación más?
- Tiene que cuidarse, el estómago está delicado. Quizá unas pastillas, sí, espere, le hago la receta. Tenga.
- Ajam. ¿Pastillas para no soñar?
- Créame, es por su bien.
- Mmm... y ¿cuándo podré volver a comer con normalidad?
- ¿Quiere que le sea sincero?
- Me lo temía.